El Covid puso de cabeza el mapa
El Instituto Nacional de Migración vació sus instalaciones y envió a los migrantes a las fronteras, donde se toparon con la Guardia Nacional. Al ver imposibilitada su marcha hacia el norte, los migrantes optaron por volver a sus países. Ahora, incluso, hay coyotes cobrando por pasar personas de México a Guatemala.
Por RODRIGO SOBERANES Fotos y video JAVIER GARCÍA
NOTICIA
7 de octubre de 2020
Uno de los pasos fronterizos más transitados y bulliciosos del sur de México se quedó en silencio. Desde que a principios de marzo se instaló la pandemia del Covid-19 en la región, las conversaciones entre policías y militares en El Carmen, Guatemala, pueden escucharse en Ciudad Talismán, México.
Antes de la pandemia el ambiente en esta zona fronteriza se asemejaba al de un mercado, donde miles de personas circulaban de un país a otro cada día. Cerrada la frontera para el paso regular de personas, el personal que labora ahí sólo tiene que alzar la voz un poco para dejarse escuchar.
En el puerto fronterizo de Talismán, las personas que trabajan en la aduana, seguridad y en el Instituto Nacional de Migración (INM) utilizaban sus equipos de comunicación para hablar, por ejemplo, de un lado a otro de la calle, como es usual, pero tras la llegada del Covid dejaron de necesitarlos.
Ya no estaban las filas de coches volviendo a Guatemala repletos de mercancías, ni las caravanas de autos chocados que llegaban desde Estados Unidos para su reventa, ni la gente que cruzaba por asuntos personales o de trabajo.
El Ejército de Guatemala resguarda el paso fronterizo y sólo permite a sus ciudadanos la entrada a su país, después de someterlos a un cuestionario y sanitizar sus autos.
Ni siquiera estaban los cambiadores de quetzales y pesos que atosigan al usuario de la frontera.
La imagen era distinta bajo el puente, en el río, donde ciudadanos guatemaltecos cruzan nadando, jalando su ropa dentro de bolsas de plástico, desafiando la fuerte corriente de aquel día del río Suchiate.
También quedó cerrado el paso para autobuses con personas que el INM deporta a puntos Guatemala y a la frontera con Honduras. Pero eso no impidió a esa institución vaciar sus instalaciones, deshaciéndose de las y los migrantes, dejándolos en la calle, a expensas del virus, dentro de territorio mexicano.
Esas son las circunstancias que pudimos comprobar en ese lugar del estado de Chiapas a principios de agosto de este 2020, cuando el semáforo sanitario en México estaba en rojo. Ahí estaban las evidencias de que autobuses con migrantes habían sido abandonados en la frontera.
Talismán luce en completa calma desde el cierre de las fronteras decretado por Guatemala y México.
Un video tomado en abril lo deja claro: una valla de 14 soldados de la Guardia Nacional que resguardaban la frontera de Talismán, avanzó tres pasos hacia un grupo de migrantes que querían aceptar su expulsión de México y cruzar hacia Guatemala. Por un lado, las personas en tránsito tenían los autobuses que los condujeron desde un centro de detención de Tapachula hasta ahí; por el otro, los efectivos armados que no les dejaron pasar.
A espaldas de los soldados estaba el cruce fronterizo de Ciudad Talismán, Chiapas. Del lado guatemalteco se encontraban elementos del Ejército y la Policía Nacional de ese país. Kilómetros adentro, en suelo guatemalteco, cada municipio había instalado puestos de control. En el lado mexicano, los albergues para migrantes estaban cerrados.
La escena se había repetido varias veces desde las cuatro de la mañana de ese y otros días de inicios de abril de 2020, de acuerdo con un testigo en el lugar de esos hechos.
Con las fronteras norte y sur cerradas, a las y los migrantes llevados a Talismán sólo les quedaba la opción de buscar nuevos caminos y destinos en la nueva realidad impuesta en el contexto de la pandemia del Covid-19.
El albergue Belén, un proyecto de la Iglesia Católica y el refugio para migrantes más cercano a la frontera, documentó la llegada constante de personas con cansancio extremo, desaseados y hambrientos que presentaban un cuadro de extrema fragilidad por el cansancio y la incertidumbre del momento.
Venían desde la frontera de Talismán, cuando llegaron ya era noche. Habían caminado más de 12 kilómetros lidiando con las duras condiciones de humedad y calor en la región, y con el rechazo de lugareños a su paso. En el albergue recibieron comida, alcohol en gel y mascarillas y de inmediato se marcharon y volvieron a internarse dentro de la nueva realidad traída por el coronavirus.
“El haberles cerrado la frontera fue muy dramático para ellos porque no podían avanzar ni para delante, ni para atrás. El fenómeno migratorio quedó a la intemperie. Este virus los hizo más vulnerables”, dijo el director del albergue Belén, el padre César Cañaveral, en una entrevista realizada el 1 de agosto pasado.
El sacerdote explicó que el vaivén de personas entre Tapachula y la frontera acontecía sin control ni registro. “El flujo migratorio está sin protección. No se sabe a dónde van ni dónde han estado”, remarcó sentado en su oficina, mientras hacía un alto a los trabajos de remodelación del albergue, que se encontraba prácticamente vacío en esos momentos. Solamente una veintena de personas, en un centro con capacidad para unas quinientas.
El Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova (CDHFMC) documentó que escenas como las vistas en el video fueron comunes: desde la declaratoria de la pandemia, el Instituto Nacional de Migración optó por vaciar sus instalaciones y dejó personas en diferentes puntos de la frontera con frecuencia.
“El estado liberó personas pero no sabemos qué pasó con ellas. Sabemos que sacaban camiones en la madrugada hacia puntos fronterizos”, dijo Salva Lacruz, representante de esa organización, con sede en Tapachula, Chiapas.
La escena de las personas llevadas a la frontera fue captada con un teléfono celular. Los videos y fotografías, que pudimos revisar, muestran el momento en que el grupo queda entre agentes migratorios, policías y soldados de México y Guatemala.
La comunidad de Frontera Hidalgo luce vacía y con barricadas en las entradas de las calles.
Hay testimonios que hablan de ataques xenófobos hacia las personas migrantes ocurridas minutos después, cuando intentaron abrirse paso caminando por Talismán, otra vez de vuelta hacia Tapachula. En uno de los videos se escucha a una persona celebrando que hayan acorralado “a este tipo de gente”.
El INM emitió un comunicado el 26 de abril donde confirmó que la presencia de personas migrantes en Talismán “provocó molestia entre los vecinos de este municipio” en el contexto de la pandemia.
Cerca de ahí, a 35 kilómetros, en la comunidad Frontera Hidalgo, se encuentra un tramo carretero donde, en octubre de 2018, se registraron las icónicas imágenes de la Caravana Migrante que mostraron por primera vez la magnitud de la marcha: kilómetros de carretera cubiertos con miles de personas caminando en el intenso calor hacia Tapachula. El puente tapizado de seres humanos.
Niñas y niños en brazos, carreolas con bebés, mamás y papás consiguiendo agua y comida en cada población, en medio de un mar de hombres jóvenes. Reivindicaciones a coro y a todo pulmón lanzadas por ese inmenso contingente humano expulsado del Triángulo Norte de Centroamérica.
Después de casi dos años, y con la pandemia de por medio, lo que había ahí eran barricadas a la entrada del pueblo y una calma absoluta. Si alguien hubiera querido tomar una fotografía con personas, habría tenido que esperar horas a la caza de alguien caminando por las calles vacías y polvorientas.
Cuando se habló de linchar a migrantes
El centro Fray Matías de Córdova ha podido saber que, además de realizar traslados nocturnos y diurnos a la frontera, el INM también ejecutó “deportaciones a la inversa”. Es decir, personas que estaban detenidas en la estación Siglo XXI de Tapachula, aparecieron a 560 kilómetros, en Villahermosa, Tabasco; en Tenosique, a 780 kilómetros; o en Acayucan, Veracruz, a 630 kilómetros.
“Se ha movido gente a la inversa, el INM no explica por qué hace esos destinos largos y penosos”, nos dijo Salva Lacruz, representante del centro.
El pasado 27 de febrero, 76 personas de origen salvadoreño que se encontraban en la Estación Migratoria de Acayucan habían sido sacadas de ahí y llevadas a la calle por el INM. La Organización Internacional para la Migraciones (OIM) y autoridades consulares de El Salvador se movilizaron para conseguir alojamiento.
Acordaron llevarlos a la Casa del Migrante “Monseñor Guillermo Ranzáhuer”, en Oluta, un municipio aledaño que, a diferencia de Acayucan, no es conocido por su actividad comercial en las calles y, más bien, es descrito por lugareños como el lugar donde ganaderos y comerciantes eligen vivir. “Nosotros pensando que si los dejábamos afuera tendrían mayor probabilidad de contagiarse, dijimos: que se queden aquí, los podemos tener aislados. Eso hicimos”, contó el director de esa institución, el sacerdote Ramiro Baxin.
Arturo es un joven salvadoreño de 24 años que vivió esos hechos y aceptó hablar con nosotros bajo condición de anonimato. Él y dos familiares han vivido atrapados por fronteras y disposiciones de los gobiernos, empezando por el día en que fueron detenidos en McAllen, Texas. Como las fronteras de su país ya estaban cerradas, no fueron deportados hasta Centroamérica, sino llevados a Reynosa, Tamaulipas.
Ahí quedaron en manos de las autoridades mexicanas, quienes les llevaron por tierra en un viaje de más de 1 mil 400 kilómetros por tierra hacia el sur, para encerrarlos en otro lugar.
“De Reynosa nos movieron a la estación de Villahermosa. Ahí por lo del Covid no había salida para nosotros los salvadoreños para nuestro país”, contó Arturo, protegido con un cubrebocas y bajo estrictas medidas sanitarias, desde el albergue el 31 de julio pasado.
Después fueron llevadas hacia Acayucan, a 227 kilómetros en dirección al norte. “Todo estaba tardado y la única lógica que ellos hallaban era recolectar bastantes personas y mandarlas a la Estación Migratoria, pero ya después no se pudo tenernos en la estación”, explicó.
Fue así como el INM decidió en febrero ubicar fuera de sus instalaciones a la población migrante que había detenido. Si antes los perseguía para encerrarlos y expulsarlos, ahora los liberaba. A cada quien le entregaron un certificado que indicaba que no tenían síntomas del Covid-19 y un permiso de 60 días para estar en el país.
“Legalmente quedamos en la calle. Si acá ellos [en el refugio] no nos recibían, nosotros veíamos cómo le hacíamos. Uno como inmigrante se siente triste porque estamos en un país que no conocemos, no sabemos cómo puede ser la gente. Para conseguir un trabajo necesitamos andar un papel que nos ampare, así es que cuando nos dijeron que nos iban a sacar, nos pusimos tristes”, narró Arturo.
La noticia del traslado viajó más rápido que los autobuses que los llevaron. Al llegar al refugio de Oluta ya habían empezado a circular rumores en redes sociales, donde la población local amenazaba con un linchamiento ante la posibilidad de que los migrantes estuvieran infectados con Covid-19.
“El miedo se extendió por la comunidad, fue un poco triste. Se les percibió como un vector de contagio cuando en realidad eran más vulnerables que las demás personas”, explicó Alberto Cabezas, vocero de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en México.
Óscar Rivas vivió el episodio de xenofobia ocurrido en Oluta, Veracruz, durante el mes de febrero.
La escalada de tensión culminó con la llegada al lugar de la alcaldesa, María Luisa Prieto Duncan, acompañada de la policía para evitar posibles ataques de parte de los locales contra el albergue o la población migrante.
Ella confirmó el sentimiento de rechazo cuando llegó al refugio a pedir explicaciones sobre la presencia de las personas extranjeras. “Todos tenemos miedo, la gente tiene psicosis, los derechos humanos también son para los olutenses. Anoche muchos de ellos vieron las transmisiones en vivo y vinieron a la primera autoridad que soy yo”, dijo la edil a la prensa local.
“Obviamente se generó la xenofobia, la discriminación, sobre todos los hermanos extranjeros. No querían que los recibiéramos aquí”, recordó cinco meses después durante nuestra entrevista María del Rocío Hernández, administradora del albergue de Oluta. Un inmueble de dos pisos que se encuentra ubicado en un barrio residencial, cuenta con una fachada discreta, sin rótulos y con fuertes medidas de seguridad.
El refugio de Oluta es uno de los pocos del país que en ese momento tenía un lugar especial para poner en cuarentena a los recién llegados con síntomas. Seguía funcionando como refugio de largo plazo para personas que huyeron de sus países por riesgo de violencia. Ahí se les brindaba un espacio para descansar, instalaciones sanitarias para asearse, mascarillas, alcohol en gel, se les tomaba la temperatura y se les instruía en medidas para cuidarse.
En un principio, explicó María del Rosario Hernández, el plan era que estuvieran 15 días y que después volvieran a El Salvador con todas las medidas necesarias.
Pero las fronteras no se abrieron. Comenzaron a pasar los días, semanas y meses, y las personas comenzaron a salir en marzo poco a poco con diferentes destinos. A finales de julio, pocas personas quedaban en el refugio. Desde un pequeño espacio habilitado para visitas -donde era obligatorio lavarse las manos, limpiarse los zapatos, quitarse y asear la ropa y portar cubrebocas- se percibía algún rumor de niñas y niños con sus mamás y el ir y venir del personal voluntario con cubrebocas.
Tras las amenazas de linchamiento, Arturo había vuelto a la frontera norte, esta vez con su permiso de estancia en el país en la mano. Él y sus dos familiares llegaron a Reynosa, pero esta vez no pudieron cruzar a McAllen.
“La migración [el INM] nos agarró ya casi llegando a Reynosa nuevamente. Ahí, para que le voy a mentir, ahí sí nos trataron un poquito mal porque nos rompieron los papeles que nos habían dado. Ese permiso era válido y era expedido por la migración y podíamos movernos para donde nosotros quisiéramos”, relató Arturo.
Según su testimonio, les pidieron 20 mil pesos a cada uno a cambio de dejarlos en Monterrey. “Nosotros les dijimos que no podíamos”, contó.
Arturo y sus dos familiares fueron llevados por tierra a la Estación Migratoria de Acayucan, fueron trasladados al refugio de Oluta, donde los encontramos el último día de julio, mientras esperaban su momento para salir nuevamente hacia el norte.
Contactamos al INM para pedir su versión sobre los hechos ocurridos en la frontera de Talismán (los traslados desde la estación Siglo XXI) y en Oluta (la puesta en la calle de migrantes), pero nunca obtuvimos respuesta. Personal de Comunicación Social nos remitió a los comunicados que han sido publicados, que omiten explicaciones sobre su actuación.
El Instituto Nacional de Migración vació la Estación Migratoria Siglo XXI y envió migrantes a la frontera.
Coyotes hacia el sur
Una de las consecuencias inesperadas de la pandemia es el tráfico de migrantes a la inversa. En julio, el albergue Belén de Tapachula recibió una llamada desde otro refugio ubicado en Ciudad Juárez, Chihuahua, frontera con Texas. Una familia migrante hondureña que no pudo cruzar a Estados Unidos estaba a punto de iniciar el viaje de regreso a su país, apurada por una emergencia familiar.
La llamada fue para pedir que recibieran a la familia, que estaba por cruzar México en sentido opuesto, de Chihuahua hasta Chiapas, un trayecto de casi tres mil kilómetros.
“Padre, recíbalos, ya está el coyote esperando. Tienen a sus familiares enfermos y la necesidad se incrementó”, le dijeron a César Cañaveral, director del albergue Belén, desde el otro lado de la línea. No le dieron mayores detalles sobre la emergencia. El albergue hizo los arreglos necesarios para ofrecerles cobijo temporal.
La familia tuvo que pagar los servicios de un traficante para salir de México, cruzar Guatemala y volver a Honduras.
Tras la breve estancia en Belén de Tapachula, el coyote les estaría esperando en Ciudad Hidalgo, donde se encuentra el otro paso fronterizo aledaño a Tapachula, a 35 kilómetros de Talismán, frontera con Tecun Uman.
A inicios de agosto, el intercambio de mercancías en esa zona seguía con el intenso cruce de balsas. Las personas iban y venían por el río en pequeñas embarcaciones pero, a diferencia de lo que ocurría hasta hace pocos meses, no eran migrantes con dirección al norte.
El negocio de los coyotes, para entonces, había cambiado. Tenían ya listas las rutas hacia el sur y los métodos para cruzar a los migrantes en las sombras. El tránsito de regreso. “Desde Guatemala incrementó mucho el tráfico de personas a la inversa, hacia los países de origen. [Los coyotes] están cobrando una muy buena cantidad”, contó el sacerdote Cañaveral.
Personas cruzan, de norte a sur, el río Suchiate para esquivar las fronteras cerradas entre México y Guatemala en agosto de 2020.
Así lucía la orilla guatemalteca del río Suchiate, durante el paso de la caravana migrante en octubre de 2018.
En Tapachula ha ido disminuyendo la presencia de la migración centroamericana desde la llegada del Covid. En el consulado de Honduras había un aviso impreso en una hoja tamaño carta manchada por la humedad donde se advertía que los servicios consulares estaban suspendidos “Hasta nuevo aviso”.
“El flujo migratorio está de cabeza”, concluyó el padre Cañaveral, “Está sin protección”.
Rodrigo Soberanes es un periodista mexicano que vive en el estado de Veracruz. Su trabajo se centra en coberturas y reportajes sobre migración y desplazamiento forzado dentro y fuera de México. Se ha especializado en coberturas de comunidades indígenas sobre violencia y territorio, así como en temas sociales y ambientales.
Javier García es fotógrafo y videorreportero desde 1994. En 2007, fundó el Colectivo Audiovisual "Sacbé Producciones", enfocado en la producción de cortometrajes y documentales sobre migración y temas sociales en México. En 2016 dirigió el premiado documental La cocina de Las Patronas, sobre la comunidad de mujeres que asisten a migrantes centroamericanos en Amatlán de Los Reyes, Veracruz.
Este reportaje forma parte de la serie de cinco partes “Migrar bajo las reglas del Covid” que puedes leer aquí.
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